Acuerdo de Escazú – Manuel José Correa – Opinión

En los pasillos de la CEPAL y de múltiples ONGs, se habla profusamente del “Acuerdo Regional sobre el Acceso a la información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe” o “Acuerdo de Escazú”, por ser adoptado en dicho lugar costarricense el año 2018.
El Acuerdo de Escazú es el primer acuerdo vinculante que surgió de Río+20, el cual tomó como base el Convenio de Aarhus, suscripto en junio de 1998 y pertinente al proceso de unificación europea. Veinte años después, se pretende dar un paso adelante en el derecho ambiental internacional en América Latina y el Caribe, a la luz del principio 10 de la Declaración de Río, que busca asegurar que toda persona tenga acceso a la información, participe en la toma de decisiones y acceda a la justicia en asuntos ambientales, con el fin de garantizar el derecho a un medio ambiente sano y sostenible de las generaciones presentes y futuras. Sin embargo, el acuerdo va más allá y subraya la interdependencia entre los derechos humanos y el medio ambiente, menciona específicamente la protección de los defensores de los derechos humanos en cuestiones ambientales y consagra algunos principios como la no regresión y la progresividad. Estos principios implican el no retroceso de protección ambiental que debe respetarse, y el de progresividad como avance gradual, constante y sistemático hacia la más plena realización de los “derechos humanos ambientales”.
Todo lo anterior suena como música al oído, pero guarda más de alguna estridencia. Primero, el Convenio de Aarhus responde a la realidad europea, donde los países han delegado soberanía en la Unión Europea. Este no es el caso de Latinoamérica de inmensas disimilitudes en todo orden entre sus países. Además, el convenio europeo no asimila derechos ambientales y derechos humanos. Si bien comparto el Principio 10 de Río, como también el derecho a acceso a la información y justicia, disponibilidad y transparencia de la información, garantizar el debido proceso y participación ciudadana; Escazú genera dudas debido al atisbo de monismo internacionalista que proyecta, pues exige al Estado chileno un tipo de acuerdo que implica una brumosa cesión de soberanía. Además, el Estado chileno se obliga a promover a todas las personas naturales y jurídicas en Chile para participar en todos los niveles e instancias de los proceso de evaluación medio ambiental, sin que pueda tomarse una sola decisión de la autoridad si dicha participación, lo cual podría entrampar los proyectos de inversión productivo. No sería extraño ver ONGs subsidiarias de organizaciones extranjeras con asiento en Santiago, determinando el ordenamiento territorial de Magallanes y su modelo de desarrollo. También, allana aún más la judicialización de proyectos de inversión productivos, lo que desincentiva la inversión, creación de trabajo y afectando la calidad de vida de los propios habitantes de un territorio. Escazú pone al hombre en centro de la protección medio ambiental y no el cuidado del medio ambiente como fin. Por tanto, cualquier tensión medio ambiental no sería tratada como tal, si no como un problema de derechos humanos… una tensión local medioambiental podría alcanzar ribetes internacionales en DD.HH. De hecho, nuestra constitución consagra muchos derechos, como por ejemplo: el derecho a la libre circulación. No obstante Escazú, lo eleva como derecho humano esencial. Por otro lado, obliga al Estado chileno, ej. a financiar la participación del público en foros. Es decir, se crea una institucionalidad que financiará a organizaciones medioambientales, algunas de ellas, fachadas ideológicas que bajo el velo de la ignorancia, protegen grupos de interés. Escazú tal como se plantea, no solo parece crear una institucionalidad supranacional de derechos humanos sobre el medio ambiente, sino que también crear una industria de ONGs que pudiese poner en desventura el desarrollo de nuestra región.
