La memoria es un territorio en disputa | Manuel Luis Rodríguez | Opinión

La memoria es un territorio en disputa | Manuel Luis Rodríguez | Opinión

Cada vez que un pueblo, una nación conmemora un hecho histórico de relevancia en su devenir, aparecen y reaparecen las viejas fracturas y los nuevos clivajes que se han formado como sedimentos sucesivos en el territorio de la memoria.

Las guerras, las revoluciones y los grandes desastres ocupan el índice más recurrente de la disputa de la memoria.

Entonces, las víctimas y los descendientes de las víctimas vuelven a recordar los agravios, las violencias, las injusticias de las que fueron objeto en el pasado y, a su vez, los victimarios y sus descendientes vuelven a justificar los agravios y las violencias que fueron capaces de inflingir, sobre la base de discursos preestablecidos, construidos sobre retóricas que se iniciaron precisamente alrededor de los hechos que originaron la conmemoración.

En historia no existe solamente la gama de color blanco y negro.

La historia de la memoria es cíclica.

La memoria se inscribe en la historia como la lenta escritura de las páginas sucesivas de un libro, con un prefacio conocido, con capítulos y episodios difíciles y controversiales, pero con un epílogo pendiente de terminar. La geopolítica de la memoria es una geografía del tiempo y una política de la Historia, que se reescribe una y otra vez al paso de sucesivas generaciones.

La Historia no permite ni soporta las versiones únicas y definitivas: cada generación de una u otra manera reescribe su historia del pasado, a la luz de las nuevas evidencias y hallazgos del conocimiento y de la nueva comprensión de los hechos que otorga la experiencia del tiempo transcurrido.

Cada cierto tiempo y cada ciertos ciclos de tiempo, los adversarios o enemigos de ayer vuelven a encontrarse en disputa, tratando de instalar sus versiones de los hechos en el debate público y en el imaginario colectivo.

La lógica binaria de buenos y malos, los culpables y los inocentes, los morales y los inmorales, los incorruptibles y los corruptos, los que murieron y los que sobrevivieron, los héroes y los traidores, los valientes y los cobardes, los tibios y los fuertes, se despliega en el espacio público como una nebulosa gris de la que pocos se libran.
Cada uno de esos relatos que se confrontan constituyen la base de significados y sentidos de pertenencia, formas de ser y de reunirse, porciones de comunidad que se abrigan y se protegen entre sí, porque forman parte de una cultura que los unifica. Se encuentran y se identifican entre sí por las señales y símbolos que los distingue de los otros.

Y en esa espesa atmósfera los públicos ven pasar sobre sus cabezas, los datos históricos que unos y otros se lanzan como anatemas, los libros y documentos que afirman la veracidad inobjetable de una de las verdades, en una suerte de batalla virtual y campal por retener la atención de los espectadores, radioescuchas, lectores y televidentes, hasta que agotados del humo lacrimógeno de los relatos, terminan apagando el televisor.

En este combate siempre desigual, muchos espectadores en realidad van a buscar en pantalla, aquellas razones que respaldan sus propias creencias y que reafirman sus propias certezas, de donde resulta un diálogo entre sordos que gesticulan sin lograr escuchar lo que dice el otro. Es como ver una telenovela con el televisor en volumen cero.

En diez o veinte años más, la misma disputa por las conciencias y la memoria volverá a repetirse.

Manuel Luis Rodríguez U.