Semana distrital y la asunción de los candidatos al paraíso del voto territorial | Carolina Guzmán Navarro | Opinión

Cada cierto tiempo, cuando se avecinan elecciones parlamentarias, el escenario político se transforma en un espectáculo casi religioso. Los candidatos —casi siempre hombres, curiosamente— irrumpen como iluminados: seres de luz autoproclamados, convencidos de que la historia y el territorio los esperaban a ellos para redimirnos de todos los males.
Se presentan con despliegues cuidadosamente montados: estados fallidos, incapacidad de conducción de todas las autoridades no afines a sus discursos, aunque a veces no logren siquiera conducir o sincronizar sus propias acomodaticias biografías. Son varones que ascienden al púlpito electoral con la seguridad del predicador que jamás duda, convencidos de que su tono grave y sus puestas en escena son, en sí mismos, argumentos irrebatibles.
Y si de coreografía hablamos, no falta el aire mesiánico: manos alzadas, miradas al horizonte y frases grandilocuentes que caben en una polera o en un meme. Las mujeres, ya sean o no autoridades territoriales o nacionales, cuando aparecen, son invitadas a acompañar como testigos del milagro, nunca como portadoras de la revelación. La política, en esta liturgia, sigue siendo monopolio de varones que juegan a ser los Moisés de turno, dispuestos a abrir los mares del Congreso con su mera voluntad.
Los medios, por supuesto, cumplen la función de altar. Reproducen rumores, fabrican oráculos en forma de encuestas y consagran a los elegidos en programas de su señal. La opinión pública se cocina entre titulares apocalípticos y discursos acomodados, que reinventan la realidad hasta que este encaje con la narrativa del salvador del día.
El período de campaña es, en realidad, una sala de clases exprés: todos aprenden rápido a simular indignación, a usar metáforas de guerra y a desplegar promesas como si fueran milagros de fin de semana. Aprenden, en fin, que lo importante no es gobernar, sino ser virales.
Milei en Argentina ya nos mostró el manual llevado al extremo: varón furioso, motosierra en mano, mezclando economía con gore y política con stand-up. Nuestros iluminados locales no llegan tan lejos —todavía—, pero ensayan versiones menos sangrientas del mismo libreto: cortar, arrasar, refundar. La diferencia es que aquí cambian la motosierra por frases hechas y por la vieja costumbre de las falsas soluciones.
Al final, detrás de tanto resplandor y tanta testosterona discursiva, la política se reduce al mismo truco de siempre: hombres autoproclamados salvadores, construyendo opinión pública a partir de realidades distorsionadas. Suben a los escenarios convencidos de que la historia comienza y termina con ellos.
La gran pregunta es: ¿seguiremos creyendo en estos mesías? ¿O aprenderemos, de una vez, que los milagros electorales duran menos que una promesa en campaña?
