Relatos docentes | Irene Makuc Sierralta

Mi aproximación a las aulas fue difícil. Ingresé al Kínder a regañadientes ya que me costaba
separarme de mi madre y era extremadamente tímida, una especie de leona del hogar y un frágil
pajarito en espacios nuevos. Sin embargo, me fui acostumbrando a este espacio, una casa escuelita
donde me divertía, jugaba y aún recuerdo como le poníamos semolita a unos modelitos de patitos
y como en uno de sus dormitorios, ya que era la casa de los profesores nos mecíamos suavemente
con la canción de los enanitos, esa que dice algo así como, muy larga la barba y muy rojo el vestido
y con los otros niñas y niños nos mecíamos y yo era feliz. Nuestros padres participaban en fiestas
que se hacían en el jardín y todos se conocían,mientras con los otros niños jugábamos y yo me sentía
feliz de ver a los míos alegres. Ese fue el Walt Witman y se fue como sus dueños y amigos quienes
con patota incluida y mis amigos de entonces tuvieron que escapar y dejar atrás conversas, malones
y juegos.
Luego llegó la básica, y ahí creo que siempre pensaba en como escapar, que ojalá hubiera una
especie de catástrofe para dejar de ir al colegio, la Escuela 79, el gallinero como después se conoció
por las rejas que le pusieron con unas mallitas bien o extremadamente simples. Me sentía naufragar
en este espacio, la sala para mí era gigante, los niños especialmente me daban miedo, había unos
que no se sabían sonar o les daba los mismo. A la hora de recreo miraba el patio, esos muros y
pensaba si me escapo, pero mi eterna adaptación a la norma y quizás pensar en mi madre que
adoraba el que sus hijas pudieran estudiar y luego ser futuras profesionales me coartaba. Ya tenía 7
años, estaba en tercero básico y creo que no había otras opciones. Lo bueno es que el colegio era
público y siempre en invierno y con las lluvias de entonces los baños se inundaban y nos daban
extensas vacaciones. Que alegría, yo volvía a mi reino, a mi casa y sus juegos. También había logrado
tener una amiga, mi defensora la Bruni, una niña de ojos hermosos y trenzas negras que, igual que
yo vivía cerquita del colegio, en una casita o pieza con piso de madera y que cuando yo iba a su casa
debía adaptarme a lo oscuro de un espacio sin ventanas, a una guagüita que mi amiga debía cuidar
y a un piso de tierra que yo ayudaba echándole agüita. La Bruni mi amiga me comentó hace algunos
años donde nos volvimos a encontrar que ella me regalo una vez para mi cumpleaños una piñita de
esos pinos de árboles y que yo estaba feliz y agradecida. Eso me hizo alegrarme de saber que yo
tenía un espíritu noble.
Y luego no sé cómo ni cuándo se suspendieron clases por varios meses, lo que recuerdo es que justo
se habían celebrado actividades por la semana del niño y yo por casi primera vez había estado muy
feliz haciendo unos gorritos de adornos y cortando unos papeles de volantín para hacer plumeros.
No lo tengo claro, pero de repente todo se hizo más extraño. Mijita si no quiere cantar la parte de
los valientes soldados, mueva la boca no más, eso le decía mi madre a mí y a mi hermana. Yo me
sentía como mi madre y mi familia allendista de tomo y lomo y sabíamos que estábamos en peligro.
Luego me acuerdo que en los actos del colegio siempre salía a leer alguna poesía, ya que, aunque
era tímida, creo que encontraban las profesoras que tenía buena dicción y además elegían mis
escritos. Tengo un pasado infantil vergonzoso acompañada de estos militares que estuvieron en los
colegios públicos acompañando todos los lunes de acto escolar y efemérides y yo al ladito de estos
de azul, parece que eran de la aviación, que me hacían un cariñito en la cabeza. Creo que mi
hermana mayor de unos 11 años si yo ya me sentía allendista ella se sentiría como de la resistencia
y debe haber sido la peor de las vergüenzas mi confraternización con el enemigo. Tengo otros
recuerdos difusos como a la profesora en nuestra sala de clases con un tarro y nosotros sacando las
hojas del libro de textos donde había que arrancar todo lo que nos recordara a la Unidad Popular o
sea Neruda , Cuba etc. También y no sé porque a partir de ese año del 1973 al 1975 fui una cabeza
crespa vivienda confortable de piojos y piojas. En la libretita de comunicaciones que aún conservo,
se evidencia. “su hija ha sido suspendida por pediculosis” y notas como estas fueron comunes a esos
años grises. O sea, piojenta, pobre y derrotada, con el recuerdo de mi madre llorando con la radio a
pila escuchando las últimas palabras de Allende. Unas filas donde debíamos formarnos guardando
la distancia y una profesora que con un lápiz en la mano nos revisaba la cabellera y nos separaba a
los infectados o literalmente a los y las piojentas. Mi mama decía, debe ser la pena y aplicaba todo
tipo de tormentos para alejar a estos bichos que se enredaban en mis rulos abundantes, desde
tanax, cortes de pelo que me hacían ver como niñito y quizás que otro tratamiento popular que le
recomendaban las vecinas. Bueno hay muchas historias que contar, la leche espesa tipo olor a
pescado que nos repartían y que nadie quería el concho y si a uno le tocaba se le llenaban los ojos
de lágrimas de cierto asco. Las galletitas bien duras pero ricas que nos daban y que yo y mi hermana
llegábamos a la casa y las compartíamos y se decía que reemplazaban un almuerzo. Lo paradójico
es que he sido profesora casi 30 años en la comuna antes La Granja, hoy San Ramón. He vuelto a
visitar el gallinero o escuela 79, hoy sendero del saber. Los rulos siguen ahí y los piojos abandonaron
ya su antiguo y cálido hogar.
Irene Makuc Sierralta
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