Patrimonio: vulnerabilidad vs. Buen Vivir, a propósito del Acuerdo de Escazú – Miguel Cáceres Murrie – Opinión

Patrimonio: vulnerabilidad vs. Buen Vivir, a propósito del Acuerdo de Escazú – Miguel Cáceres Murrie – Opinión

 Director Museo de Historia Natural Río Seco
Miembro de la Sociedad Civil por la Acción Climática de Magallanes

El desarrollo humano ha sido dibujado bajo sesgos ideológicos que pretenden y “se” pretenden verdades absolutas. Las lecturas científicas de este hecho, tanto en las ciencias sociales como en las exactas e incluyendo a las artes, constituye un material y un archivo contundente como para sostener, sin repetir ni equivocarse, que el ser humano y las sociedades han perdido las proporciones y las escalas de los distintos fenómenos que causan la explotación y la desigualdad, de ahí la necesidad de impulsar acuerdos y aunar sentidos comunes en épocas excepcionales como en la que nos encontramos en el presente inmediato. El concepto de “recurso”, como una red de bienes y servicios que son supuestamente renovables y no renovables (Mastrangelo, 2009), ha resultado crucial para el desarrollo del conflicto, en lo más amplio de lo que entendemos por “conflicto”, y con todas las maneras de violencia que se ejercen en un conflicto. He aquí, una visible paradoja. El Estado define como Patrimonio (de acuerdo con las definiciones emanadas desde UNESCO: bienes tangibles, intangibles y naturales), un conjunto de objetos, cuerpos y palabras, como aquello que por sus propias condiciones de singularidad se encuentra vulnerado por el modo hegemónico del percibir “recurso”, motor de la generación de mercancías (bienes y servicios) para las grandes masas, en una lógica industrial de producción encadenada, que produce a la vez que distinción ilimitada y especulativa (Patrimonio como acumulación de capitales individuales heredables), una desigualdad proporcionalmente limitada, primitiva y sagrada, o sacrificial (Patrimonio como disminución de formas de vida, por lo tanto, no heredables sino archivables). Así, ante esta homogenización de oposiciones basada en el supuesto de que todos nacemos libres e iguales (con los mismos derechos y accesibilidad a los “recursos”), el Estado, enfrentado ante una contradicción y ejerciendo su monopolio de la violencia (Weber, 1919), ejecuta su única posibilidad dentro del contexto histórico actual –de mundos contemporáneos y Estados milenial–, distinguir lo singular para archivar esos objetos, cuerpos y palabras ante su inminente desaparición, de la que en algunos casos y no en pocos, los Estados son cómplices. De ahí también los mantras de la salvaguardia y la puesta en valor, acciones que parecieran siempre llegar tarde. Todo lo singular de las comunidades y los modos de producción (material y simbólica; técnica y espiritual), deviene así testigo de su propia existencia aislada, precaria pero resistente. Las comunidades, el colectivismo y el autonomismo, invierten esta escala de valores y cuestionan el modelo instalado, demostrando una eficiencia en el manejo de nada más que las formas de vida alternativas a las que producen la condición global, contradictorias y precarizantes, de ahí la fuerza que ha adquirido el concepto indígena de Buen Vivir (de la Cuadra, 2015) para desmontar esta teleología (sobre las causas finales) del contexto contemporáneo anti colaborativo, un axioma antojadizo, rígido y cómodo que reza que si no hay acumulación, entonces no hay movilidad social.
Pero como las artes, las ciencias y las comunidades han advertido este problema desde hace rato, con producciones estéticas, investigaciones y conocimientos que brindan perspectivas disciplinares múltiples, existen caminos hacia la búsqueda de destinos más razonables, y de paso, colaborativos, como se indicó por una inmensa mayoría de chilenas y chilenos hace unos meses (y que hoy se hallan en estado de latencia), para convivir de manera más digna y armoniosa en el Planeta. Lo anterior, por supuesto, asumiendo el desafío de repensar y reorganizar las economías asegurando la participación de todas las personas y no sólo las de un selecto grupo de representantes, que los últimos acontecimientos también indican, no estarían gozando con la mayor aprobación ciudadana (que son las élites políticas y económicas), una clave preocupante que no distingue manoseos ni interpretaciones antojadizas de la palabra democracia.
El Acuerdo de Escazú es una oportunidad para construir un mínimo aceptable en una reconfiguración urgente de Chile respecto de su contexto más cercano, Centro y Sur América. No es un camino revolucionario ni mucho menos. Es un mínimo racional, del cual se puede esperar un cierto compromiso gradual y sin retrocesos por mejorar nuestra deteriorada democracia. La rectificación del Acuerdo de Escazú, apuntaría en el sentido correcto cuando la demanda es unívocamente por un piso alcanzable de “dignidad”, que ha sido el concepto utilizado en los últimos acontecidos meses. Es un gesto minúsculo pero elegante, y para este Gobierno en particular, significaría un respiro en medio de la desaprobación y la desconfianza de todos los sectores. Países que han firmado este instrumento legal –el primer tratado ambiental de la región, por lo que también es un avance hacia la cooperación interamericana–, son: Antigua y Barbuda, Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Granada, Guatemala, Guyana, Haití, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, San Vicente y las Granadinas, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía y Uruguay.
El Gobierno y la gobernabilidad en Chile requieren repensarse. Así como “el Patrimonio” y “los recursos”. ¿Cómo exigirle a un ciudadano que gana el mínimo, educado malamente, sin derecho a incidir en nada o en muy poco, con una Cultura propia que se debe a los márgenes y brechas respecto del conocimiento, que debe valorar las pátinas de los Monumentos, las ventanas de los Museos o la supuesta pristinidad del paisaje? Si es que exigimos eso como sociedad, ¿cómo entonces nuestro Estado no va a suscribir el sentido común de los acuerdos internacionales en las diversas materias, como lo es el Acuerdo de Escazú para el medio ambiente y los derechos civiles socioambientales? De lo contrario, entonces quizás nos estamos imaginando una sociedad dislocada de los valores que hemos impulsado y nuestro juicio no corresponde a la realidad que hemos construido. Las contradicciones en ese sentido, limitan la confianza entre ciudadanía y Estado, debilitando la institucionalidad y propiciando un clima hostil para la convivencia entre los distintos actores de la sociedad. Chile representa una posición esquizofrénica respecto del Acuerdo. Fue parte importante de su promoción en la región (2014 – 2016), participó de todas sus gestiones y negociaciones hasta que el segundo Gobierno de Sebastián Piñera, ha declarado que no necesita firmar el Acuerdo porque ya cumple con lo allí señalado. ¿Qué significa este gesto sino soberbia y displicencia? ¿Falta de visión de Estado o compromisos adquiridos a priori con las grandes empresas privadas y públicas? Por otro lado, ¿Constituiría su “no” firma, una rectificación del ejemplo emanado por una conducta (¿moral, ética, estética?) respecto de los países hermanos que sí han firmado? No firmar el Acuerdo de Escazú, es sólo su puesta en duda ante una comunidad internacional, nacional y regional observante de un ejercicio soberano tan taciturno como apático. Una precaria acción irracional que pretende ocultar lo que la evidencia ya se encarga por desmentir. Una contradicción patente entre sostener la vulnerabilidad de las singularidades por sobre la búsqueda común del Buen Vivir. Chile necesita rectificar el rumbo, firmar el Acuerdo y comenzar a construir una sociedad más justa en un intercambio más equilibrado entre sociedad y medio ambiente, junto con construir un sentido plural y colectivo de Patrimonio.

Miguel Cáceres Murrie, Director Museo de Historia Natural Río Seco

Miembro de la Sociedad Civil por la Acción Climática de Magallanes