Cumbias tristes | Cristian Bahamonde | Opinión

«Hace unos días veía un archivo del año 1982 que daba cuenta de un especial de año nuevo del Festival de la Una, en el que hacía nata la farándula Pinochetista, al ritmo de la Sonora Palacios, agrupación que, en ese entonces, era liderada por Patricio Fernando Zúñiga Jorquera, de nombre artístico «Tommy Rey» y resulta conmovedor ver cómo detrás de la falta de ritmo de Enrique Maluenda y la figura montañosa de Magaly Acevedo, estaba un hombre cantando letras alegres y festivas, con el rostro cargado de dolor.
La cumbia no es nuestra, de origen. En la disputa de Perú y Colombia por la propiedad de ese ritmo maravilloso, Chile no tiene pito que tocar, o tumbadora, sí se quiere.
Sin embargo, la repentina muerte de Tommy Rey, nos puso a hablar de cumbia y, en muchos casos, a bailarla o intentar hacerlo, casi explosivamente.
La cumbia es una inmigrante que recibimos con agrado y que hemos transmitido y hasta cuidado, por generaciones.
Incluso, cuando en Chile reinó la oscuridad y la brutalidad de una tiranía atroz e inmisericorde, la cumbia nos dió aire, nos sacó una sonrisa y puso a prueba nuestra capacidad para enfrentar la crueldad incalculable del poder impuesto a culatazos.
Veíamos en la tele gente bailando cumbia, los fines de semana en programas familiares, en especiales de navidad y año nuevo o en concursos que ocultaban tristeza, desazón, dolor y que refregaban al pobre su condición, regalandoles cucharadas de salsa de tomate. Porque claro, las y los que estaban sufriendo, también tenían derecho a bailar. En el desánimo había una cumbia, en un Chile con poco para celebrar. Los compases de la Sonora Palacios, sonaban melancólicos y tristes. No era ni frivolidad ni desconexión, eran pasos de baile en casas con triple cortina, en malones intervenidos, en fiestas «De toque a toque» y en reuniones en las que el agente podía estar contigo compartiendo pista.
No eran cumbias felices, no teníamos identificación con la patria, a pesar de que eramos un número de ella. Eran cumbias sin rumbo, con gente ebria y apenada bailandolas, quizás cómo único pulmón de expresión. Eran pasos rebeldes, eran catarsis entre tanta bruma, era erotismo prohibido, intentos inconclusos y al final de la jornada, congoja, miedo, sospecha, incertidumbre y amaneceres eternos, a la espera de que la milicia vuelva a sus regimientos. En el fondo, estirar la agonía, prorratear el terror, burocratizar el horror, muchas veces eso era la cumbia.
En la micro había una cumbia, en la tele había una cumbia, en la radio había una cumbia, en el bingo había una cumbia y en la fiesta familiar había una cumbia, pero detrás de todo eso había tristeza, pena imposible de reproducir.
Eran cumbias tristes cómo la brillante de Jorge González, esa que nacía «Cuando Pudahuel se llamaba barrancas».
El autor de esta columna las bailaba con sus abuelas, Fabiola y Elsa, ambas las coleccionaban. Cuando las coreabamos, también ocultamos dolores, carencias, traumas, desamores, hasta crueldades, pero disfrutábamos con cuenta gotas. Con la Elsita bailabamos sueltos, usábamos todo el espacio, mientras con la Fabiola, bailabamos cumbia tomados de la mano, también boleros y vals, pero cumbia, siempre cumbia, mientras Chile rebasaba de sangre propia. Antes de que el Tirano saliera en la tele, habíamos bailado por la tarde del Domingo o en un lluvioso otoño, después del almuerzo, sin un propósito exacto. Queríamos y necesitábamos bailar. Pobre Caminante, El tren, La Medallita, De Coquimbo Soy, Consígueme Eso, en fin.
La cumbia fue parte de nuestra vida y ese ritmo nos acompañó en las duras y en las maduras. Era una suerte de trance, de corto viaje que transformaba las cocinas de nuestras casas proleta en pistas de baile, en fiestas improvisadas, en bocanadas de alegría entre tanto dolor.
Es por esto que el fallecimiento de Tommy Rey, a pesar de su música inmortal y de cáscara feliz, nos ubica en una época gris, nos llama al silencio, a la evocación, al dolor tatuado con injusticia, maldad e impunidad. La muerte de Tommy Rey también abre heridas, renueva miedos y nos reubica en contextos desgraciados, infames, desoladores. En esa época, a más de alguien, sólamente lo alivió bailar, porque nadie te castigaba por aquello. La cumbia fue un tesoro, la luz al final del túnel, el remedio para la pena y el dolor. Por eso nos duele lo de Tommy, porque nos reinstala en una realidad desalmada e inhumana, en la que nunca debimos estar y que, en muchos momentos gracias a la cumbia, logramos sobrellevar con dignidad y hasta un poco de ritmo».
Cristián Bahamonde Osorio.